“Y la banda sigue…”


“Una banda es como un matrimonio… ¡al subir a escena nos jodemos unos a otros!”
 Tré Cool, baterista de Green Day

Bueno, ¿le llegó a poner la guitarra de sombrero?
Bueno, ¿le llegó a poner la guitarra de sombrero?

 

 

He aquí que uno de los muchachos del vecindario escuchó una canción de no sé cuál grupo, y se sorprendió permanentemente. A lo mejor fueron los Beatles o los Saicos, Van Halen o Soda Stereo, Café Tacvba o Fiquito y Los Matapollos. Y se dijo así mismo: «Qué genial, qué cool, yo quiero hacer eso.» Así no supiera un cuerno de música. Así ni instrumentos tuviera.

Y que el padre de otro de los muchachos estuvo en algún conjunto musical… sí, tocando música de iglesia, o de parranda, o cosas aburridas y medio fomes en la banda escolar, y por ende, había siempre algún instrumento en la casa. Alguna trompeta a la que le faltaba un pedazo, o una guitarra intocable con una cuerda rota y el diapasón torcido. Y la idea del chico era tocarla hasta arruinarle los tímpanos al padre, quien no tendría más remedio que prestársela con la condición que se encerrara en su habitación a practicar. Y, como garantía del préstamo, tuvo que tocar con su padre en bautizos, bodas, entierros, bautizos de muñeca, divorcios, bar mitzvahs y demás eventos sociales. Y a pura práctica, resultó ser bueno.

Y otro de los muchachos era un músico natural, capaz de tocar a Mozart en un xilófono marca Fisher Price a los cuatro años, que tuvo la suerte de tener de mecenas al abuelo alcahuete, quien le pagó el piano a plazos, y las lecciones siempre que podía. Y el chico era bueno. Buenísimo. Tocando el instrumento que fuera: guitarra, teclado, o el glisófono neumático de Les Luthiers. De los chicos que iba a competencias de talento y arrasaba con los premios. De los que quizá, si los dejaban, serían neurocirujanos a los quince años, pero prefirieron meterse a músicos, al menos por ahora.

Alguno otro de ellos era solamente un rebelde sin causa y sin ideas, con padre dentista, abogado, o militar. Expuesto a libros en la casa. A muchos. Y con habilidad de berrear en tono, escribir e ilustrar cuentos absurdos en una libreta usada, o hacerse el interesante a ver si las chicas (¿y quizá uno que otro chico?) derramara las babas al escucharle. Y de momento escuchó a algún folclorista, o a algún rapero con conciencia social, o a algún semi-Dios de la cultura pop, y dijo: «Yo voy a ser famoso- así no tenga ni idea de cómo.»

Y la historia comenzó con dos de los cuatro personajes. Siempre juntos, por causas fortuitas, desde chicos. El inspirado con talento pasable, pero con ganas intensas, de momento estudiaba en el colegio con el genio musical, y entre ellos hicieron un combo con una sucesión de terceros y cuartos: incompetente el anterior, una mata de cáñamo el próximo. Y cuando se juntaron para tocar, su música era toda de «covers«, de versiones de canciones de otros. Y la calidad de la música era solamente tan buena como la habilidad de tocar determinado pasaje musical por parte de quien menos sabía tocarlo. Y por ende, como dijo una vez el Residente de Calle 13 hablando de sus propios inicios, la música era, y citamos, «una mierda mierdísima

Pero tenían las ganas, el deseo de mejorar, y por causas del destino encontraron al poeta socarrón y lo unieron a la banda. Y el poeta redondeó lo que les faltaba: presencia escénica, habilidad para imitar a algún artista establecido (e incluso mejorarlo) y ensayar material original. Y de tocar la fiesta de la vecina, de gratis, o la función escolar del hermano menor, comenzaron a tocar en algún antro de mala muerte. Como relleno, los lunes, ante tres borrachos y el cantinero.

Y ante el usual papelón en la más reciente fiesta que amenizaban, se hartaron del último mafutero que les desafinó medio set, y lo despidieron. La novia de alguien les refirió al músico semi-profesional a palos para reemplazarlo. Y él era la pieza del rompecabezas que faltaba. De momento, tuvieron la cohesión que nunca habían tenido. La ética de trabajo sólida pasó a ser la norma y no la excepción. Empezaron a ensayar, y a ensayar por puro gusto. Se atrevieron a escribir juntos, a lanzar ideas al ruedo juntos, a componer juntos… y luego, a tocar sus creaciones juntos. Los empezaron a llamar a juntes de dos o más bandas, abriendo el espectáculo. Y prometían muchísimo más que las demás bandas establecidas.

Y de momento les empezaron a seguir. Primero los amigos, luego los conocidos. Luego la aprendiz de «groupie» que se enamoraba de todos los bateristas del pueblo. Luego, las chicas de falda escueta, voracidad de atención y sin ganas de otra cosa que decir: «me tiré al cantante.» Y de momento esto era en serio. Las proclividades, los viajes largos para ir a tocar a audiencias hostiles, la necesidad de mudar una carroza gitana para tocar en algún asco de sitio, usualmente inundado con líquidos de color extraño, en la provincia vecina. Las decisiones riesgosas: ¿Hacemos el demo o no, apenas teniendo plata para comer? ¿Cambiamos de estilo? ¿Reduzco mi carga académica para dedicarle más tiempo a esto? ¿Seguimos usando esta combi destartalada, arriesgándonos a que nos deje en la calle en medio de la nada?

Y arreciaron entonces los eventos desagradables. El dueño de barra que les manda a bajar el volumen en pleno recital. O el que se escandaliza y los expulsa, sin pagarles. O el que pretende que le toquen de gratis (o peor aún, ¡pagando por tocar!) durante meses, antes de tan siquiera ofrecerles algo regular. El promotor idiota que promete pagar buen billete para un «show,» pero se hace el loco luego de la función y se desaparece con la paga. El necio que se ofrece de agente, pagando un buen adelanto, digno de pacto mefistofélico, que luego hay que repagar casi con donaciones de sangre. O el agente que maneja diez bandas, y por puro ánimo de lucro, sólo quiere que la banda toque si acepta cambios radicales: que le acepten al sobrino de tecladista (así el imbécil no sepa ni mirarse al ombligo) o que jamás toque sin tener otras dos bandas de su establo como abridores (y por ende, ninguna de las tres tocaría nunca).

Y ocurren las estafas. Los fiascos. Los contratantes que nunca pagan. Los recitales donde nadie los quiere escuchar -o peor, los corren del lugar con abucheos. Pero la banda persiste. Quizá se ponen una fecha límite: si de aquí a un año no aparece algo bueno de verdad, rompemos el grupo. Todo bajo un marco de duda.

Y de momento, el golpe de suerte. La banda se presenta ante el agente de la disquera que se embelesa con lo que oye. O alguien los graba para YouTube, y el video recibe miles de hits. Y aparece la oportunidad de grabar. Obligados a hacerlo de madrugada cuando el estudio no está contratado, sin ingeniero, grabando el disco entero en cuatro días, pero con el material requete-ensayado a lo largo de meses de pelambrera, de audiencias cada vez menos hostiles, de pura hambre. Hambre de tocar.

Y la visita a la emisora de radio encuentra a un disc jockey genuinamente interesado en tocar su música, por sobre encima de los deseos del jefe de programación, quien sólo quiere cobrar por tocar. O se presentan en televisión regional y, de momento, una audiencia entera nueva se entera de ellos. Alguna canción prende, pega, abre puertas, asombra. Y alguna segunda o tercera canción es la definitoria. Se venden (cuando no las piratean) como pan caliente. Llegó la fama. Hora de hacer de esto una carrera. Hora de lanzarse de pecho.

Y comienzan las giras formales. Como teloneros. Con audiencias consistentemente hostiles, pero consecuentemente convertidas. En par de sitios se llevan enreda’os al artista principal. En los festivales quizá tocan a las diez de la mañana, o a las cinco de la madrugada… pero la actitud de la banda es de comerse al mundo. Les empiezan a reseñar en diarios. A lo mejor alguna periodista se embelesa con el poeta, cual si fuera la groupie del pueblo natal. Y la reseña comienza el deseo del público de conocerles como personas. Pero no se trata de un genuino deseo de conocer a los seres humanos tras la banda, sino de dar pinceladas agradables a audiencias específicas. Los músicos que aprecian su estilo, los otros músicos que no soportan su nueva fama, los fanáticos que desean conocer qué comen, cómo duermen, qué piensan hacer este año. Y si posible, cuando vienen de vuelta al vecindario.

Y luego de un par de eventos definitorios, se establecen con pie firme. Las noticias sobre la banda empiezan a traspasar las fronteras del país. Empiezan las giras internacionales. Pero sus vidas son un caos. El dinero no acaba de llegar. A veces cuesta más andar de gira que lo que se ganan. Se pasan horas en una sucesión de tiendas de discos y la rutina se ha de repetir mil veces. Como político en campaña, hay que pretender que se ama a todo el que se cruce enfrente con un mísero papel y algún marcador, a exigir autógrafo, un retrato, a comentar sobre la vez efímera donde yo te vi, con estos dos ojos, y me hiciste un guiño. “¿Un guiño? ¡Solo me acuerdo que me picaba el ojo!”

El contrato leonino de representación favorece a los terceros y no a la banda. El grupo sospecha que, para salir del hoyo económico hay que escribir material nuevo y lo escribe aprisa. La oportunidad de la reflexión no parte ahora de la noche interminable de ensayo, o del encuentro relajado entre amigos y cervezas, sino de la vorágine del viaje incómodo, a horas molestosas, sin ver a quién se desea ver. Existe la presión de cómo mejorar lo ya hecho. De procurar torcer las fórmulas de éxito sin romperlas demasiado. Y se ensambla, con mucho temor, un segundo disco.

Y he acá que las críticas comienzan a cambiar. Se contrasta el disco actual con el anterior, a ver si el primer éxito no fue un golpe de suerte. Y prende alguna canción significativa y a la gente le gusta. Demasiado. No son un ave de paso. De hecho, tan convencida está la banda que no lo es, que empiezan a recibir sus primeras críticas acerbas. Buches de ácido, escritos por quien jamás los va a querer. Particularmente menos ocurrirá ahora, cuando una de las canciones del disco llega a las listas de éxitos. Bastante alto.

Y se viene la segunda gira, la primera como principales. Y por fin se ven los frutos de tanto esfuerzo. Pero luego de alguna etapa algaretosa, durante la cual al menos un par de televisores fueron lanzados por la ventana, y par de espejos de hotel sufrieron de la furia de alguno de ellos, comienza la reflexión. ¿Es hora de quemar los cartuchos, a ver cuánto dura el éxito? ¿Es hora de comprar los autos caros, el guardarropa ridículo, gastarse medio ingreso en alcohol o en intoxicantes, legales o ilegales, seguir autografiando tetas? ¿O es hora de sentar las bases para cuando el éxito no venga: pagar deudas, cambiar de agente, guardar ahorros, comprar más instrumentos, casarse con la novia, retirar a los viejos?

Y de momento, las chichis apretadas por docena dejan de hacer sentido, y el desempeño sexual se desploma, y el recibir a medio manicomio en las fiestas tras concierto llega a hastiar. Y la canción que se escribió para la novia que desapareció a los tres meses del primer álbum es ahora una molestia para cantar y habrá que cantarla catorce veces más en este tour. Es hora de aislarse. Y de temer. De temer que esta maquinaria echada a andar realmente sea una locomotora sin frenos, de camino a una pared. Y empiezan los miembros de la banda a mirarse críticamente unos a otros… hasta entrar en ciclo de carburación.

El cantante es un ridículo, pero se le postran lindas, feas y todo el espectro femenino en medio, así le empiece a hartar la vida de símbolo sexual y el chamuyearle a todo lo que tenga falda, excepto (quién sabe) a un gaitero escocés. El baterista es un monógamo en serie. El músico profesional empieza a resentir las ridiculeces del cantante en el escenario… ¡está de la gorra el tipo! Y el pasable llega a mejorar sus interpretaciones hasta que se note. Las letras empiezan a ser analizadas bajo el microscopio. Las ruedas de prensa toman giros hacia la impertinencia. Y desde luego, el mayor resentimiento es el tener que andar juntos 24 horas (excepto aquellas dedicadas a placeres dionisiacos). Así que comienzan las excursiones y viajes por separado… cuando no andan todos en autobús, viajando de provincia en provincia, haciendo de todo menos escribiendo material. Ah, y retratándose en “in stores”, en visitas a tiendas, presenciando escenas cargadas de pathos de fanáticos que comienzan a interpretar cada punto y coma de las letras de forma dramática, y a erigir su vida entera alrededor de las babiecadas que alguno de ellos escribió luego de media docena de frescas y un porro.

Así que cuando la disquera exige, empiezan los experimentos. Algunos buenos, otros desastrosos. Pero la suerte es sólo para quien no se faja, así que la mayor parte del tiempo el producto es bueno. Muy bueno. Y los miembros del combete alcanzan la estabilidad económica, la fama (y en el caso del cantante, la superfama, definida alguna vez por David Lee Roth como el que te pidan un autógrafo en un  baño público). A lo mejor en una noche, en que todos –luego de tomarse algún descanso de varios meses de verse las caras mutuamente- deciden colaborar, por primera vez desde los tiempos de los ensayos en el garaje. Y hacen alguna canción digna de hinchada de club de fútbol. La Canción Himno. La que cementa, de una buena vez, la fama de la banda.

Y, desde ese punto en adelante, la carrera de estos cuatro individuos, marcados por la fama, dependerá solamente de cuanto estén dispuestos a balancear su vida personal con la profesional, de cuán bien manejan su salud y de cuánto sus fanáticos están dispuestos a tolerar una de dos tendencias artísticas: repetirse hasta la parodia, o cambiar radicalmente con cada álbum. Casi siempre la fama definitiva, a lo mejor coronada con premios en alguna gala ridícula (o varias), solamente dura uno o dos años.

Llegará un momento donde necesariamente vendrá el año sabático, luego de haber vivido como nómadas durante años. Y vendrá la necesidad de añadir músicos profesionales para reforzar el sonido de la banda. Y si de momento el éxito se va, les importará poco. Y si el próximo álbum se tarda cinco años en salir… meh, que se fastidie. Y si de momento la crítica les dice que las nuevas coristas son señal de que se tiene demasiada plata, las pondrán como quiera. Y si uno de ellos se harta y se hastía de la banda y se va como solista, todos se enredarán en algún lío legal, de esos que solo resuelven abogados. O sencillamente alguno de ellos querrá quedarse en la casa. Y el resto seguirá junto, hasta que todos se cansen, alguno de ellos muera, o prolonguen la existencia de la banda como una de nostalgia para sus coetáneos y contemporáneos. O quizás, con algo de suerte seguirán famosos, ricos y vigentes, como y cuando se les antoje, como los Rolling Stones.

Y si lo logran, mirarán atrás y se sorprenderán. Ellos llegaron adonde llegaron porque se atrevieron. Se atrevieron a seguir adelante, por sobre las presiones familiares, por sobre las iniquidades de los que miraban a su producción musical como si fuera pura mercancía, y por sobre las obsesiones infundadas de quienes la consideraban merca, en el sentido granbonaerense de la palabra. Ellos hicieron el sacrificio (aunque no se acuerden ni de la mitad, en un estupor alcohólico), y lograron esta música. Para ellos, su música era el reflejo de su vida en esos momentos, o el diario de sus deseos, anécdotas y aspiraciones al menos, mientras no se deteriorara en sandeces guturales (comparen, por ejemplo, las letras existenciales que escribía Shakira hace dieciocho años con las nimiedades mente’epollas de ahora).

Para sus antagonistas, su música era inexplicable, absurda, peligrosa y la adicción que causaba era digna de pena (como la adicción a la merca). Pero para los fanáticos de la banda, la música era –y es- la banda sonora de sus vidas. Las letras eran –y son- oráculos. Son inspiradoras, así sean malinterpretadas hasta por sus fanáticos más acérrimos. En fin, la banda es un referente de vida. Por ridículo que parezca.

Y es que, en el mundo que nos ha tocado vivir, donde las rutinas hacen puré de los espíritus más libres, donde la necesidad del pago de la renta y la mala costumbre de comer tres veces al día, fuerzan a la gente a no emprender sus sueños, la música de estas bandas son un recordatorio de cómo serían las cosas si todos tuviéramos la libertad de no estar engrilletados a las esposas de oro. Es el recordatorio de que existe más vida, más allá de las doce horas enfrente de un monitor de computadora, moviendo números estúpidos para la compañía disfuncional. Que alguna vez se fue joven, y torpe e iluso, y a falta de referente, a falta de experiencia en esto que llaman vida –que no trajo manual de instrucciones-, pues existen estos memoriales de tres minutos de duración como referencia. Con música pegajosa de fondo. Y que nosotros mismos, alguna vez, hicimos el ridículo frente a un espejo imitando a la banda. O bailamos con ella. O conocimos a alguien de quien quedamos prendados eternamente, con su música de fondo. Y que, a nuestra edad de “madurez”, alguna vez lamentaremos el no haber sido un miembro de esa banda. O hacer un hábito de volverla a escuchar, de vez en cuando.

Pero cuando la música se vuelve mercancía, se corre el riesgo de que quienes producen esa música pierdan la fe y las ganas, por culpa de quienes la quieren sólo como artículo de consumo. Héctor Berlioz, quien dejó su carrera de medicina para convertirse en compositor clásico, se lamentaba hace ya más de un siglo: “Ah, la música, qué arte tan noble y qué profesión más triste.” Hoy día la pretensión es que, quien sea famoso en la música siga fórmulas, alcance la fama en un concurso de talentos gracias a atributos ajenos al talento, y por ende, como decimos en Puerto Rico, no deje el cuero, ganándose la fama. Las admisiones a las escuelas de música en buena parte del mundo se reducen, progresivamente. Las bandas, por ende, están amenazadas, quizá de la forma más grave que hemos visto jamás.

El resultado de esta fama estilo Alka-Seltzer es música que no tiene nada de memorable. Estoy convencido que, de acá a unas décadas, nadie sabrá qué colección de flatulencias musicales lanzó Skrillex, o qué elucubración digna de premio Nobel escribieron seis productores juntos para Rihanna o para Beyoncé. Solo unos pocos escriben letras contundentes, música capaz de erizar los pelos. Y casi ninguno de los que lo hacen es miembro de bandas de música.

Por tanto, quiero cerrar este escrito con una cita de Dave Grohl, exbaterista de Nirvana y cantante hoy día de Foo Fighters. Él y yo tenemos una amiga mutua: Marie Astrid González, artista gráfica y publicista boricua, mi compañera de estudios (y casi mi cuñada por un tiempo). Ella publicó un portafolio para Dave, y al ver el retrato de ambos juntos (que no pude reproducir acá por asuntos de derechos de autor), la foto me llevó a indagar aún más sobre él, y encontré una frase que escribió, como queja, en contra de este fenómeno de la fama instantánea y la música sanitizada para nuestra protección:

“¡(La fama instantánea) está destruyendo la próxima generación de músicos! Los músicos debieran ir a una venta de cochera (garaje) y comprar una puta batería vieja, mudarla a su propio garaje, y sonar atroz. Y traer al garaje a sus amigos, y que ellos suenen de forma atroz también. Y ellos, reconcha, comenzarán a tocar, y tendrán el mejor momento de sus vidas, y de momento, se convertirán en Nirvana. Porque eso es exactamente lo que pasó con nosotros, con Nirvana. Meramente un grupo de tipos tocando instrumentos viejos de mierda, que se juntó, y comenzó a tocar mierda ruidosa y de momento se volvió la banda más grande del mundo. ¡Y eso puede volver a pasar! ¡No se necesita una puta computadora, o el Internet, o (concursos de talento como) The Voice o American Idol .”

 

Yo sólo espero que la banda siga.