Las válvulas de escape: Puerto Rico ha perdido cerca de 300 mil habitantes en los últimos seis años


Fiquito RESUMEN DE NOTALas válvulas de escape: Puerto Rico ha perdido cerca de 300 mil habitantes en los últimos seis años
Un compañero en Sudamérica se espanta al leer una discusión en Facebook, vista en un foro frecuentado por puertorriqueños. Alguien plantea la pregunta de si hemos considerado irnos de Puerto Rico como alternativa para paliar la eufemísticamente llamada “recesión” (realmente una depresión económica, dada su magnitud) que viene afectando a mi país por los pasados seis años… (Leer más)

Las válvulas de escape: Puerto Rico ha perdido cerca de 300 mil habitantes en los últimos seis años
Cómo Puerto Rico ha preferido delegar sus problemas en vez de enfrentarlos
Por Fiquito Yunqué.

Fiquito DENTRO DE LA NOTA 1

Barack Obama recibe un curso intensivo sobre comida puertorriqueña de parte del ahora gobernador de Puerto Rico, Alejandro García Padilla, en una panadería de San Juan

Un compañero en Sudamérica se espanta al leer una discusión en Facebook, vista en un foro frecuentado por puertorriqueños. Alguien plantea la pregunta de si hemos considerado irnos de Puerto Rico como alternativa para paliar la eufemísticamente llamada “recesión” (realmente una depresión económica, dada su magnitud) que viene afectando a mi país por los pasados seis años. Las respuestas son demoledoras –cuando no son de pura frustración de quien tiene que dejar su país por sobre todos los esfuerzos que ha hecho para permanecer en él, muchas son de exiliados que no tienen problema en decir que lo mejor que hicieron en su vida fue abandonar Puerto Rico y que el que se queda atrás lo hace por imbécil o por masoquista. Ni una sola respuesta habla de permanecer viviendo en nuestro archipiélago. Los que hemos decidido hacerlo nos sentimos muy intimidados para responder.

Como soy el boricua residente de Medios Lentos, el compañero me pide una explicación. Dar una interpretación concisa es imposible, pero para muestra existen los datos. Puerto Rico ha perdido, según estimados del Negociado del Censo de los Estados Unidos, cerca de 300 mil habitantes en los últimos seis años. Cerca del 11% del Producto Bruto Nacional (PBN) de la Isla se ha desvanecido durante ese período. El recién electo gobernador de la colonia, Alejandro García Padilla, prometió crear 50 mil empleos en dieciocho meses para paliar una tasa de desempleo que, oficialmente, ronda el 13% (y realmente puede ser del doble de esa cifra, al subestimarse el empleo originado por la economía informal). En lo que va de año el país ha perdido 14 mil plazas más… por lo que lograr la deseada cifra de creación de empleos puede fácilmente ser una victoria pírrica, aún si se lograra.

A menor cantidad de personas trabajando en la economía formal, más dificultad habrá de remontar la abismal deuda pública del país, de cerca de 68 mil millones de dólares (de paso, un 105% de nuestro PBN actual). El gobierno está muy cercano a la quiebra y, para evitarla, ha aumentado los costos de múltiples servicios públicos, aumentado impuestos, eliminado servicios, y sus emisarios acuden desesperados a Wall Street y a las sedes de poder en Washington, argumentando planes, mendigando piedad a sus acreedores. No es difícil imaginarse a estos emisarios como herederos conceptuales de los músicos de la orquesta del Titanic, como diría Joaquín Sabina.

Podría seguir, pero prefiero aprovechar este espacio para aclarar, no necesariamente las razones económicas tras la crisis de Puerto Rico y sus consecuencias de desesperanza y frustración entre mis paisanos, sino sus orígenes culturales y políticos. Quiero abundar sobre las razones por las cuales los puertorriqueños hemos permitido, de entrada, que tan insondable situación ocurriera.

Para los boricuas que me leen y me conocen, la respuesta es sencilla. Parafraseando a George Stephanopoulos, consultor político liberal de los Estados Unidos, “¡Es la Colonia, estúpido!” Para el resto de ustedes, sin embargo, tengo que abundar. Algunos de los detalles serán novedad para muchos de mis lectores. Otros detalles serán lastimosamente familiares.

Legalmente, y cito la jurisprudencia vigente, Puerto Rico “pertenece a, pero no es parte de” los EE. UU. Somos ciudadanos de ese país, que invadió al nuestro en 1898, y que con la invasión intentó trasfundir toda una cultura –económica, social, legal y política- radicalmente distinta a la nuestra. Eso no quiere decir, sin embargo, que nos hayan hecho gringos. No lo somos. El 78% de los puertorriqueños apenas habla inglés, o no lo habla para nada. La diferenciación étnica y nacional es innegable, incluso para una cantidad sustancial de nacidos en Puerto Rico que, cuanto menos, siente temor reverencial (y cuanto más, sienten una yancofilia que borda en la esquizofrenia) hacia la nación del norte.

Puerto Rico es una colonia estadounidense, como antes lo fue de España. El mandato de los Estados Unidos sobre Puerto Rico es la ley –su sistema jurídico invalida al nuestro en todos los aspectos de nuestra vida cotidiana, desde el precio de un litro de leche hasta la interpretación de derechos ciudadanos. La constitución política de nuestro Estado es realmente una ley estadounidense (Ley 81-600 de 1952). Puerto Rico no puede comerciar con países extranjeros, hacer tratados o incluso realizar intercambios culturales con otros países sin pedir permiso a los EE. UU. Es muy poco entonces lo que le queda al gobierno local para maniobrar, para manejar adecuadamente crisis como las que acabo de describir.

En Puerto Rico, ministerios enteros del gobierno local dependen sustancialmente de dinero provisto por el crecientemente endeudado gobierno estadounidense –dinero por el cual muy pocos puertorriqueños aportan en contribuciones sobre ingresos. Mientras otro provea el dinero, el desperdicio y la corrupción no son tan mal vistos, y la contratación de acólitos al partido de turno en el poder (nuestro maldito sistema binomial de partidos es legendariamente depredador) justifica burocracias bizantinas, añadiendo a la molestia cotidiana del ciudadano común. Cuando el gobierno estadounidense decide ajustarse el cinturón y recortar parte de su astronómica deuda de $16,8 billones de dólares, el gobierno boricua entra en crisis inmediata. La economía del país recibe golpes sustanciales.

Por razones más bien legales, y no por ningún grado de altruismo o benevolencia, el gobierno federal de los EE. UU. aporta casi 7.000 millones de dólares al año al de Puerto Rico. A nuestra economía llegan además unos 6.000 millones más en dinero con amarres: pagos de pensiones a retirados que esos mismos retirados pagaron en impuestos durante su vida productiva, aportes de beneficencia pública condicionados a requisitos diseñados para la realidad económica de los estadounidenses, etcétera. Muchos puertorriqueños ven esas cifras y concluyen que, primero, sin los Estados Unidos no seríamos nada (mentalidad que data de la invasión de 1898, cuando se nos desarraigó de comerciar o interactuar con casi todo el mundo), y segundo, que los EE. UU. tiene una obligación (¿Moral? ¿Económica?) de responder por su colonia cuantas veces lo necesitáramos. La excusa más frecuentemente usada fue el que soldados puertorriqueños fueran llevados a pelear, ser heridos, o morir en guerras estadounidenses (el “impuesto de sangre”, le llaman).

La realidad es otra. Puerto Rico sirve de generador de riqueza para las multinacionales extranjeras –mayormente estadounidenses- desde poco después de la invasión. Nuestras operaciones de manufactura, de bienes y servicios, y nuestro comercio –abrumadoramente en manos extranjeras- se llevan al menos $38 mil millones en ganancias todos los años. Estas multinacionales aprovecharon las necesidades económicas del gobierno estadounidense, o se juntaron en cohecho legal o ilegal, con su corruptible sistema político, para maximizar sus ganancias en nuestro país. Lo hicieron latifundistas de Nueva Inglaterra que veían a nuestro país como una enorme plantación de azúcar y suplidores de bienes y servicios a las fuerzas armadas estadounidenses establecidas en 21 facilidades militares con sede en Puerto Rico. Lo hicieron inversionistas en proyectos turísticos, ejecutivos de las industrias farmacéuticas multinacionales y ejecutivos de cadenas de tiendas que saturan nuestro mercado y arrasan con las empresas existentes de capital nativo.

Siempre ha habido alguien que vea a Puerto Rico como su finca privada. Siempre ha habido alguien que sólo nos ve como consumidores o como mano de obra –alguna vez barata-, o como súbditos… y ha manipulado las circunstancias para asegurarse del hecho. Tales manipulaciones, en su momento, redujeron nuestro renglón agrícola, hasta hacernos dependientes en un 85% de importaciones para tan siquiera comer.

Sin embargo, habrá quien diga que el ocasional país latinoamericano ha permitido que estas mismas circunstancias se afinquen en él, y aún así sus líderes políticos defienden a brazo partido su soberanía nacional –o, al menos, hacen un intento hipócrita por reafirmarla, así sus acciones logren otra cosa. En Puerto Rico nunca hemos tenido soberanía nacional. El mejor experimento de ejercerla fue un gobierno autonómico bajo España que estuvo en funciones sólo por ocho días. Y como no hay peor cuña que la del mismo palo, los propios puertorriqueños, a falta de un modelo coherente a seguir, e intimidados por el avasallamiento de fuerzas externas muy poderosas, hemos saboteado constantemente nuestras circunstancias de progreso –cultural, político y económico- con tal de tenerla fácil. La psiquis detrás de eso, cuando se la describimos a nuestros conocidos en Latinoamérica, les causa a ellos tanta desesperación como a nosotros.

La colonia en Puerto Rico siempre ha tenido apologistas. En tiempos de España la defensa provenía de los españoles mismos que llegaban a Puerto Rico o los realistas que huían de Latinoamérica entera a tomar refugio en mi país cuando comenzaron las revoluciones en todo el continente. El gobierno español, nunca dado a aceptar otra cosa que no fuera lealtad ciega de sus súbditos, colaboró firmemente a afianzar el pánico a otra cosa que no fuera obedecer al Reino y comerciar con ningún otro país. La represión brutal a cualquier intento de independencia para Puerto Rico (o para Cuba, cuya historia es paralela a la nuestra) solo inspiraba terror y como mucho, el tener que pedir, como quien ruega, a que algo se nos concediera que fuera ajustado a nuestras circunstancias.

La menguada clase alta criolla que ha habido en Puerto Rico desde entonces ha tratado de timonear al país a que cualquier concesión política, cualquier beneficio económico o cualquier oportunidad de inversión que se desarrollara en Puerto Rico, los tenga a ellos de intermediarios. Incluso el colaborar con intereses estadounidenses siempre ha sido visto como una oportunidad de movilidad social en Puerto Rico (la foto que acompaña a esta nota dice mucho al respecto). En el pasado, la idea fue siempre ser quien sirviera de guía turístico, intérprete, administrador y mayordomo de estos intereses iba a estar muy bien remunerado.

Muchos de estos intermediarios ricos, sobre todo durante la Guerra Fría (y sobre todo los exilados ricos provenientes de Cuba o Venezuela), eran también los iniciadores de una campaña sistemática de desprecio contra todo lo latinoamericano. Para ellos, los Estados Unidos eran la prosperidad. América Latina era un enorme foco de pobreza, sin libertades políticas o derechos civiles, y sin redención. La idea era hacer mímica del desprecio a lo latinoamericano que se nos inculcaba desde el Norte –con tal de que Puerto Rico fuera el puente entre las dos regiones, y con ellos como recolectores del peaje por cruzar el puente. Si usted se entera entonces que a Puerto Rico no entra extranjero alguno sin permiso de Washington (y que yo no puedo migrar a sus países sin que me traten como estadounidense), sabrá que pocos inmigrantes a Puerto Rico pueden rebatir tal campaña de descrédito… incluso hoy día, cuando las circunstancias han mejorado en muchos países latinoamericanos. Muchos boricuas ven fotos de cualquier capital latinoamericana progresista y se quedan absortos.

Hoy día, sin embargo, muchos puertorriqueños se asustan cuando ven que el mundo entero ofrece oportunidades similares de inversión o colaboración a intereses estadounidenses bajo circunstancias mucho más favorables: desde la autoridad de la soberanía (positivo) a la disponibilidad de recursos a mucho menor costo (negativo). Al eliminarse los incentivos contributivos estadounidenses que permitían que muchas de sus empresas se establecieran en Puerto Rico pagando poco o ningún impuesto y al ajustarse el salario mínimo en Puerto Rico –país eternamente pobre- al de los Estados Unidos (nos tenemos que parecer en todo, ¿verdad?), se acabó la necesidad de usar a Puerto Rico como finca. Y los empleos se están yendo en masa. Y con ellos, la mayor parte de nuestra clase media y profesional… y con ella, sus ingresos.

Sume entonces: gobierno local en camisa de fuerza, dependiente del tesoro de otro país, sin incentivo a ser eficiente, dado a realizar obras faraónicas con dinero prestado, con la idea de que otro gobierno lo salvará de la crisis… Dependencias extremas en el gobierno de un país que sólo vela por sus intereses, o de los intereses privados que a su vez lo controlan… Una clase profesional menguada, una clase alta acostumbrada a ser los intermediarios… Un ciudadano común acostumbrado al consumo, en un mercado cautivo con poco margen al desarrollo de empresas de capital nacional… Una clase pobre cada vez más acostumbrada a que, bajo el amparo de leyes diseñadas para un país mucho más rico, la beneficencia pública es hasta más deseable que trabajar… Añada a eso nuestra localización en el Caribe, en plena ruta de trasiego ilegal de drogas entre el Sur y el Norte, y la demanda por hacer llegar la merca a los EE. UU. a través del punto menos vigilado de su frontera… y usted tendrá un país mal gobernado, inmerso en la crisis, el crimen, la desesperanza, con poca conciencia Patria excepto en oportunidades casi simbólicas (como los concursos de belleza, los deportes, o los triunfos de artistas de música pop). Y cada vez más dependiente de otro para resolver su destino.

Así que, encontrándose todo esto, el boricua opta por la huida a alguna comunidad puertorriqueña en los Estados Unidos, particularmente a los estados del noreste estadounidense o a la ciudad de Orlando, en la Florida. Varios gobernantes puertorriqueños llegaron incluso a dar pasajes de ida sin regreso a miles de compatriotas, a lugares tan distantes como Hawai’i, y tan temprano como en 1900. El paradigma actual del puertorriqueño trabajando en Walt Disney World –donde miles de sus empleados lo son- es una constante en las mentes de muchos boricuas. He acá que estos empleados trabajan en un paraíso familiar diseñado para encantar a millones de turistas, en un ambiente ultra eficiente cargado de fantasía y sólo por poner un pie allí, tienden a mirar, a veces con pena, a veces con puro desprecio, al país que dejaron atrás.

Se les olvida que la corporación Disney no ha montado ese paraíso sin antes cobrar $95 dólares diarios por entrada, por persona. Se les olvida que dentro y fuera del parque se habla un idioma que no es el suyo y que el precio a pagar por el paraíso es la transculturación y el desarraigo al país del cual provinieron. Pero el desprecio a Puerto Rico está de moda. Y no hay peor cuña que la del mismo palo.

Autor
Fiquito Yunqué
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