Heroes de otra patria


Suenan vientos de guerra en Siria y, como en tantas ocasiones, el mundo entero trata de digerir las implicaciones de otra potencial acción bélica de los Estados Unidos de América, esta vez en el Oriente Próximo. Para los ciudadanos de aquellos países no afectados directamente por las implicaciones de esta acción, estos runrunes de guerra son al menos una distracción, y cuanto más, un punto de preocupación por el futuro del Mundo. Sin embargo, para aquellos que vivimos en Puerto Rico, la colonia más antigua del mundo, esto nos toca muy de cerca. Se trata de otro potencial conflicto capaz de llevar a seres humanos queridos -amigos o miembros de nuestras familias, a lo que los estadounidenses llaman “in harm’s way” (“en medio del potencial de daño”). Nos vuelven a envolver a los nuestros en una potencial guerra que nosotros no pedimos, ni decidimos.

Foto extraída de los materiales de promoción de la película de Iván Dariel Ortiz, Héroes de Otra Patria (1998). Usada con permiso.

Izquierda: Foto extraída de los materiales de promoción de la película de Iván Dariel Ortiz, Héroes de Otra Patria (1998). Usada con permiso. 

 En 1917, los puertorriqueños fueron hechos ciudadanos de los Estados Unidos como resultado de una ley de su Congreso. Ésta, la Ley Jones, fue hecha a la medida del gobierno estadounidense con tal de abrir una nueva plantilla potencial de soldados para el Departamento de Guerra de ese país. Cientos de puertorriqueños jóvenes fueron entonces incorporados por conscripción a las Fuerzas Armadas, sin siquiera tener idea de adónde los estaban llevando. La conscripción duró hasta la década del ‘70, cuando las Fuerzas Armadas de los EE UU pasaron a ser un cuerpo “voluntario.” A partir de entonces se sabe que más de 176 empleados civiles y más de 1.200 soldados puertorriqueños han muerto en conflictos bélicos estadounidenses. Los números dejaron de ser precisos en la década de los ‘80, cuando se dejó de reportar el origen de soldados en baja, sólo su lugar de residencia más reciente. Ni hablemos de los heridos, particularmente los afectados psicológicamente por el horror de la guerra.

Cuando los regimientos militares de los Estados Unidos estaban segregados por región geográfica, e incluso por raza, los soldados puertorriqueños comenzaron a ser llevados a lugares exóticos – primero, a ver si se aclimataban a varios teatros de guerra, y luego –en los casos de algunos- a participar abriendo, cubriendo, o respaldando acciones ofensivas. Aquellos con el potencial de ser oficiales eran incorporados a los regimientos de afroamericanos. Uno de ellos fue el teniente Pedro Albizu Campos, posterior líder del movimiento nacionalista puertorriqueño. Otro fue el sargento Rafael Hernández Marín, el más aclamado compositor puertorriqueño. En una ocasión en particular, se obligó a puertorriqueños a apaciguar a otros puertorriqueños –en particular, cuando los residentes de la isla de Vieques se sublevaron en protesta por el maltrato que recibían de parte de efectivos del Ejército de los Estados Unidos, que usaban dos terceras partes de la Isla para prácticas de guerra.

Uno de estos regimientos virtualmente segregados, el Regimiento 65 de infantería, estaba compuesto casi exclusivamente por puertorriqueños, excepto quienes les comandaban. Fue llevado a pelear al norte de África, y a Francia en la Segunda Guerra Mundial. Eventualmente fueron llevados a Corea en 1950. En aquél conflicto, el Regimiento 65 sirvió como unidad ofensiva para abrir frentes en dos ocasiones, y para servir de flanco defensivo a otros regimientos en dos ocasiones más. Un oficial norteamericano les ordenó tomar por asalto una colina, en medio de un combate que para efectos prácticos iba a ser un matadero de hombres. Entre los oficiales subordinados y el cuerpo militar boricua corrió la voz para resistirse a pelear –estaban mal apertrechados desde hacía meses, y su principal oficial de comando era abiertamente racista con su tropa. La ofensiva se llevó a cabo de todas formas, y resultó ser el matadero que los soldados sospechaban que iba hacer. El resultado fue, aparte de las bajas (2.770 heridos, entre otros detalles) y las condecoraciones (cerca de 800 condecorados, incluyendo diez Cruces de Servicio Distinguido), el tener a más de 160 soldados puertorriqueños llevados a corte marcial, y 91 de ellos encontrados culpables de insubordinación.

En los ‘60, cuando la guerra de Vietnam estaba en su apogeo, cientos de puertorriqueños fueron arrestados por rehusarse a servir bajo el Servicio Militar Obligatorio (SMO). En las universidades, como ya era costumbre desde hacía décadas, todo estudiante varón era un recluta potencial. Todos debían participar del Cuerpo de Oficiales de Reserva, el ROTC. Todos debían acostumbrarse al adiestramiento militar, y sólo eran exentos de ser considerados para el servicio en el frente de guerra aquellos con razones personales perentorias.

Cuando la conscripción terminó, las Fuerzas Armadas de los EE UU pasaron a ser cuatro servicios militares compuestas de soldados voluntarios y de carrera. En realidad, usualmente entre los miembros de las cuatro ramas -Ejército, Fuerza Aérea (o Ejército de Aire), Marina (Armada), y los Marines, o la Armada especializada- hay tres tipos de soldados. Están los hijos y descendientes de una clase militar con raíces tan profundas como la Guerra de Independencia de los 1770s. Existen aquellos individuos que, por patriotismo y adhesión a la nación del Norte desean hacer de la milicia una carrera. Y existen aquellos que ven a las ramas castrenses como un instrumento de movilidad social, o en el peor de los casos, una forma rápida de salir de la pobreza. No es de extrañar que entonces estás fuerzas castrenses tengan una proporción mayor de las llamadas minorías entre sus filas. En el caso de Puerto Rico, lugar empobrecido por su desigual relación colonial con los EE UU, la milicia del país metropolitano es percibida como una carrera alternativa, entre cada vez menos opciones de empleo disponibles.

Como es de esperarse del país con más intervenciones militares en los pasados años, la presión ejercida sobre cada candidato potencial a ser soldado voluntario es enorme. Se les habla de incentivos económicos para firmar, de ayudas suplementarias para una carrera universitaria, del pago de gastos de alojamiento y vivienda para sus familiares. Se habla de compras con marcados descuentos en comisarías y tiendas de abarrotes. Para quien no tiene nada, estos incentivos tienen un gran peso. Sin embargo, para el soldado común y corriente, siempre existe la posibilidad de ser enviado a los múltiples frentes de guerra de los EE UU tan pronto se complete el adiestramiento inicial. Para el soldado minoritario, siempre existe la posibilidad de recibir trato desigual y discriminatorio desde el minuto en que se jura bandera. En el caso de los reclutas puertorriqueños, esta bandera es de país ajeno.

Desde la Primera Guerra Mundial se cuentan por cientos los casos de horror de reclutas boricuas obligados a hacer guardia por horas, o a hacer cientos de ejercicios cuando se le zafa algo en español enfrente de algún oficial. Al provenir de un país caribeño, los soldados puertorriqueños están naturalmente aclimatados para pelear en frentes de guerra tropicales, como ocurrió en Vietnam. Adivinen, pues, adonde terminarán peleando. La barrera del idioma debe ser rebasada de inmediato, o al recluta le puede costar hasta la vida, si su oficial le ordena a hacer algo que él no entiende. Y siempre está el problema de decidir lealtades a un país extraño.

Y por fidelidad al cuerpo castrense, por responsabilidad en el deber, y en algunos casos por lealtad a la potencia metropolitana, encontramos casos notables de militares boricuas muertos en combate: ya fuera en Libia (donde un piloto boricua fue notablemente derribado y muerto), o en Somalia (donde el cadáver de uno de los nuestros fue públicamente mutilado y arrastrado por las calles de Mogadiscio). En los conflictos recientes de Irak, Afganistán y otras escaramuzas ocasionales que realiza la milicia estadounidense, no es raro saber regularmente, en una frecuencia variable que en promedio llegó a alcanzar un incidente por mes, sobre la noticia de la muerte de algún militar boricua en tierra extraña. Y como mencioné, como ya la milicia no indica el lugar de origen del fallecido, la última dirección reportada por estos soldados es mencionada como su lugar de origen.

Personalmente considero esta la última ignominia: considerar a alguno de los nuestros como uno más de cientos de muertos de causas con origen casi estrictamente geopolítico. Al realizarse la ceremonia de duelo, quizá la familia del fallecido lleve alguna bandera puertorriqueña y la ponga sobre el ataúd. El resto del protocolo ocurrirá en inglés, entre banderas estadounidenses, y al soldado se le enterrará bajo una lápida escrita en inglés, donde se mencionen su rango, fecha de muerte, y conflicto en el que pereció.

Un comentarista de noticias puertorriqueño, que peleó el Vietnam, regresó a ese país de visita hace pocos años. Al escuchar al guía turístico describir las escenas en un museo militar, igual no fue su sorpresa al oírle decir, una vez le preguntó su origen: “Ah, Puerto Rico, esos mercenarios que peleaban con los americanos. Excelentes soldados, muy fuertes, dispuestos a morir de forma valiente.” Desde luego, que el elogio era agradable y hasta meritorio para los nuestros. Pero no dejaba de ser alarmante que la impresión entre los vietnamitas sobre nuestros compatriotas fuera el considerarlos mercenarios.

En realidad lo son. Mercenarios obligados a adoptar la carrera militar con tal de salir de la pobreza y en algunos casos la marginalidad. Dispuestos a dar la vida por las decisiones tomadas por algún presidente con agendas geopolíticas confusas. Dispuesto a hacer su trabajo, por encima de los prejuicios, mejor que sus pares, aquellos con verdadera lealtad a la Patria. Dispuestos a respetar el espíritu de cuerpo, y hacerse camaradas entrañables de sus compañeros de milicia. Y al pasar por el servicio activo, usualmente estos soldados boricuas logran definirse como uno de dos clases de puertorriqueños. Algunos se verán a sí mismos como estadounidenses más patrióticos que un gringo nacido y criado en los Estados Todos Juntos. Estos son los que creen, fervorosamente, que este a veces llamado impuesto de sangre es una deuda moral por la cual los Estados Unidos deben hacerse cargo de Puerto Rico, por toda la eternidad. Algunos, sin embargo, se vuelven partidarios de la independencia para Puerto Rico, respetando profundamente al cuerpo castrense que lo formó, pero detestando al gobierno que lo envió a recibir balas y fuego.

Al dirimirse la posibilidad de un conflicto bélico más, por parte de una nación que ha estado en guerra durante 209 de sus 237 años de historia, probablemente todos piensen en los refugiados de guerra, los muertos por armas químicas, las víctimas inocentes. Probablemente muchos tengan en cuenta la lamentable posibilidad de otra guerra. Pero muy pocos en el mundo son capaces de pensar en quienes son llevados a pelear esa guerra: muy pocos son los hijos de los propios congresistas estadounidenses que refrenden una acción militar contra Damasco. Y aún menos serán los que se acuerden de los soldados que decidieron participar de todo este drama por pura necesidad. Y entre ellos, desparramados en bases militares o destacamentos por todo el mundo, en fragatas, portaviones o submarinos, en escenarios urbanos con riesgo diario de perder su vida, se encontrarán aquellos que, por su país de origen, versatilidad, afinidad cultural o sencillamente por un sistema de valores raro en las milicias del País del Norte, llamen la atención. Los soldados puertorriqueños de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos… los Héroes de Otra Patria.