Decidir cuándo, en la parroquia de Viscachani


A mediados de los 90, empecé a estudiar la carrera de Medicina en la Universidad Nacional de La Plata. En el primer semestre nos mandaron a las escuelas de los barrios más humildes para hablarles a los chicos de 6to y 7mo grado sobre asistencia primaria de la salud.

Me acuerdo de la primera vez que fuimos con un grupo de la facultad, a contarles a niños que usaban guardapolvos blancos, como nosotros, cómo se hacia para usar un profiláctico. No les voy a mentir, sentí mucha vergüenza ajena por la falta total de preparación con la que nos mandaron a dar esas charlas. Las caras de esos niños de 11 años demostraban incomodidad y creo que sentían una falta de respeto, porque ir a dar esas charlas así, casi sin preparación, era un bochorno (por ejemplo, usábamos la pata de una silla como si fuera un pene para enseñarles cómo “se hacía “ para colocar correctamente el profiláctico).

En medio de esa desastrosa clase de anatomía, un niño levantó la mano y nos dijo si sabíamos cuánto salía una caja de preservativos. Me  acuerdo que en ese momento costaba $1. Luego el niño dijo que entre gastar en preservativos o ir a buscar pan para comer prefería el pan. Le dijimos que en la salita del barrio tenían todo lo que necesitaban, porque eso nos habían dicho en la facultad que les dijéramos, y ahí la mayoría dijo que en la salita no saben nada, que si iban no había preservativos, y que si había los llenaban de preguntas que los avergonzaban. Hablamos de pastillas anticonceptivas, pero los niños dijeron que en la salita tampoco disponían de esto para las chicas. En la sala había una niña de 12 años embarazada. No me acuerdo el nombre de la escuela, solo me acuerdo de cómo llegamos a ese lugar caminando por una calle de tierra mojada, embarrados, y salimos tristes, tan tristes como habían quedado ellos…

En 4to año, el centro de estudiantes organizó un viaje a Salta y Jujuy para hacer asistencia primaria de la salud, y me anoté. Fuimos en micros, realizamos colectas de medicamentos y ropa. La idea era ir a los pueblos más lejanos, ahí donde no va ni el Estado, para enseñar a las mujeres y hombres a elegir cuando ser padres.

Me toco Vizcachani, un pueblito pequeño que limitaba con Bolivia, que se ubica a más de 4.000 metros sobre el nivel del mar y las temperaturas llegan a 22 grados bajo cero en el invierno. Para ir cruzamos ríos .El pueblo era muy pequeño, desparramado en la montaña y tenía una iglesia pintada de blanco que hacía mucho no abría porque los curas “no duraban mucho”, así nos dijo el guía que nos llevó de Santa Victoria Oeste a ese lugar. Esto fue en el año 1999.

Éramos cuatro asistentes, un estudiante avanzado de medicina o residente, dos chicas más y yo. Dormíamos en bolsas de dormir, en una casilla que tenia una radio de transmisores para comunicarnos con los otros grupos que estaban en otros pueblos, y de noche se podía sintonizar ahí radio Nacional, me acuerdo de dormir escuchando a Dolina.

Para convocar a las personas del lugar, fuimos a saludar casa por casa a cada uno de ellos y a contarles que estaban invitados a unas charlas que daríamos en esos días. Me acuerdo de preparar mate cocido y tortas fritas para darles algo de bienvenida y de abrir la iglesia y usarla para dar la charla de asistencia primaria de la salud.

Parroquia de Viscachani. Fuente: https://www.eltribuno.com/salta/nota/2015-6-29-0-0-0-llega-el-frio-en-los-parajes-de-los-cerros-faltan-abrigos-y-calzados

No llevábamos pastillas anticonceptivas ni preservativos por varias razones, una de ellas era porque eso duraría poco y no sabíamos cuando íbamos a volver, o si volveríamos. La idea era llevar conocimientos y hacer un trabajo de campo. Estábamos en la Argentina profunda, estábamos en enero en medio de la nada con esas personas que vivían de cuidar a sus cabritas y cuidar el maíz. Los jefes de casa no estaban porque era época de cosecha y estaban trabajando. La mayoría eran mujeres embarazadas que bajaban a vernos con muchos hijos. Recuerdo que no vi una mamá que no tuviera 5 cinco hijos como mínimo, como también recuerdo que una tardecita nos llegó una abuela que tenía a su cuidado tres niños y nos rogaba que nos los lleváramos porque vivir ahí no era una buena vida para ellos.

Cuando preguntamos a las mujeres si querían seguir teniendo hijos TODAS pero todas dijeron que NO, pero no conocían sus cuerpo, apenas conocían sus periodos, así que enseñábamos con el calendario del mes, con las fechas de cuando tendrían que estar ovulando y cuando podrían quedar embarazada. A la distancia comprendo que tal vez esto tampoco les haya ayudado mucho… la mayoría no sabía lo que era un orgasmo, por ende no le dirían No a sus maridos cuando llegaran de estar meses fuera y querían tener relaciones sexuales.

En la iglesia o capilla, sentadas en los bancos largos, escuchaban atentas. En un costado pusimos un pizarrón y cada una de ellas sostenía un papel con el calendario, al igual del que estaba dibujado en la pizarra, y junto con una piedra le explicábamos cuando era mejor tener relaciones.

Calendario para enseñar días fértiles en la mujer.

De esta experiencia, tan dura como todas las historias que nos contaban de sus vidas, de la puna, de como “sabían de un mundo mejor para sus hijos gracias a la radio”, entendí que comunicar era tan importante como prevenir, que la medicina y la comunicación eran servicios, por lo que unos meses más tarde dejé 5to año de medicina para estudiar comunicación para así hacer entender que las políticas de educación para la salud, tienen que ser serias, y que se tiene que tener en cuenta que son niños los que reciben información que les cambiará la manera de ver las cosas y de hacer las cosas.

Tenemos que entender los contextos sociales, ser comprometidos, y saber que la salud es tan importante como la educación. Hoy me pregunto qué será de la vida de esos niños de 11 años en esa escuela de La Plata o de esas mujeres en Viscachani. A lo lejos veo que ya han pasado casi veinte años y que lamentablemente seguimos igual.