(E)spanglish


En círculos literarios e intelectuales de toda Iberoamérica, académicos de la Lengua se horrorizan por la transfiguración gradual del idioma español, la lengua que compartimos cerca de 450 millones de personas en nuestro mundo. Quienes así se quejan andan martirizados por cuán frecuentemente las rígidas reglas de gramática y ortografía que nos dicta la Real Academia Española desde la Calle Serrano, en Madrid (con la complicidad de algunos filólogos de todo el mundo) son atacadas a diario por los que osamos vivir la eñe.

El inventor del término “Spanglish”, don Salvador Tió y Montes de Oca, escritor y filólogo puertorriqueño. Dibujo al carbón del artista argentino-boricua Antonio Gantes.
El inventor del término “Spanglish”, don Salvador Tió y Montes de Oca, escritor y filólogo puertorriqueño. Dibujo al carbón del artista argentino-boricua Antonio Gantes.

Si le creemos a los puristas del idioma español, miles de hispanomaltratantes del idioma masacramos la lengua castellana todos los días, particularmente en las conversaciones que observamos en las redes sociales. No sólo hacemos eso: nos pasamos el tiempo incorporándole toda clase de –ismos nuevos: americanismos, extranjerismos, indigenismos, anglicismos y otros regionalismos. Esto es señal de una lengua en constante desarrollo –como alguna vez ocurrió cuando el latín vulgar se mezcló con media docena de lenguas prevalecientes en la península ibérica, recibió la influencia de los árabes durante más de 700 años, y se convirtió en castellano medieval. Desde luego, ninguno de los puristas actuales vivió esa primera etapa de nuestra lengua; quejarse ahora es fácil.

Para algunos de estos puristas que analizan las construcciones nuevas de nuestro lenguaje (por aquello de que a ellos les toca implantar aquello de “Limpia, fija y da esplendor”), todo lo que añadimos a nuestro idioma que no sea definido por las reglas de ortografía de la Real Academia, o por su Diccionario, son barbarismos. No toman en consideración docenas de factores que inciden en la creación de estas mutaciones idiomáticas, generalmente limitadas a un contexto particular. Pequeños detallitos como: la esclavitud indígena y africana (y la trata de seres humanos trasladados a la fuerza al Nuevo Mundo), las migraciones en masa de europeos a nuestro continente, la interacción entre múltiples culturas oriundas de cuatro o más continentes en nuestras ciudades, los accidentes geográficos en algunas regiones nuestras que aseguran la preservación de verdaderos fenómenos lingüísticos en virtuales islas del lenguaje, las formidables limitaciones que enfrentan nuestros ciudadanos más pobres a la hora de recibir una educación… ah, esas cosillas no se toman en consideración al redactar el honorable Mataburros, a menos que alguien en nuestros países se queje mucho. Muchísimo.

Alguna vez, durante los dos siglos anteriores al actual, quien observaba estos fenómenos desde fuera de nuestro entorno latinoamericano los analizaba mal, y resaltaba las diferencias idiomáticas entre nosotros hasta la exageración, al punto de sugerir que cada región de Latinoamérica hablaba un dialecto ininteligible a los demás –descartando la teoría del complejo dialectal, que sugiere que esas diferencias al menos se parecían un poquito entre regiones contiguas. Quizá esta percepción era reforzada por el hecho que, hasta hace muy poco tiempo, quienes deseáramos entender al resto de los hispanohablantes -por encima del idioma común que nos separa- encontrábamos poca documentación que nos explicara cómo cada país nuestro habla su versión particular del español, con lujo de detalles.

Cuando este servidor era joven, por ejemplo, con sus oídos de caribeño nato, descubrir el castellano rioplatense fue chocante. El aprender que el voseo no era exclusivo de la Argentina fue sorprendente; escuchar ejemplos de voseo de parte de compañeros de estudio nicaragüenses y colombianos (y por ende bastante lejanos al extremo sur de América) fue pasmoso. Si escuchar por primera vez las conjugaciones verbales argentinas fue chocante, escuchar las conjugaciones verbales coloquiales chilenas (tenís y sabís en vez de tenés y sabés) me dejó comatoso. Ni hablemos de escuchar el lunfardo, que solo rivaliza en mis encuentros lingüísticos cercanos del Tercer Tipo con el vasco que hablaba mi tatarabuela, y que ahora resulta que es pariente de una lengua africana. Y cuando me empezaron a hablar sobre las mezclas del español con idiomas como el guaraní o el quichua, por poco tengo que ir al hospital cardiovascular de la esquina a buscar la nitroglicerina.

Sin embargo, pocas veces esas mutaciones impiden que los que hablamos español –así sea con un poco de fluidez- nos entendamos los unos a los otros. En el contexto de la interacción común y corriente entre moradores de los pueblos de Nuestramérica, algunos de nuestros referentes comunes van de lo sublime (la literatura latinoamericana) a lo ridículo (el español neutro hablado en las telenovelas). Precisamente esa interacción -cada vez más creciente, gracias a las redes sociales- es la que permite que nos entendamos cada vez más y más.

Aun así, ante los vírgenes y castos oídos de algunos puristas del idioma, los puertorriqueños somos los peores sacrílegos del español. Acá discutimos por qué. (Añada aquí la obligatoria rasgadura de vestimentas que hacen los miembros del Sanedrín lingüístico cuando se refiere al español hablado en sus países de origen… ¡De alguna forma deben justificar que solamente ellos lo hablan tal y como lo hacen!)

Los boricuas somos oriundos de una isla mestiza y mulata –Puerto Rico- invadida por españoles (mayormente canarios, andaluces, vascos, catalanes y mallorquines), ingleses, holandeses y estadounidenses, que integró hasta la desaparición a su población indígena, que vino a abolir la esclavitud africana en 1873, que recibió corrientes migratorias de Venezuela, República Dominicana, Cuba, Haití, Córcega, Francia y las Antillas Menores, y que ha acogido a residentes de Europa, África y Asia en varias oleadas. Nuestro acento hablado es producto de todas esas interacciones. Con todo y esto, el español de Puerto Rico tiene fama de ser bastante “puro.” Intelectuales como Camilo José Cela llegaron a elogiar nuestro español alguna vez.

Sin embargo, es cierto que algunas de nuestras mutaciones lingüísticas le retuercen la cóclea (¿o será la coclaina?) a quienes las escuchan, incluso más allá de los Académicos de la Legua que las analizan, a veces de forma arrogante y pendenciera. Unos cuántos idiotas metidos a ejecutivos de medios –sobre todo en los Estados Hundidos– consideran nuestro acento como inculto y vulgar, y por tanto, las personalidades boricuas en los medios de comunicación hispanos en ese país son pocas; estos ejecutontos no quieren escuchar nuestro acento, y se quieren asegurar que más nadie lo haga. No sonamos Televisa Chic, que no quede duda de eso.

Pero eso no es lo que horroriza a los académicos. Nuestra habla coloquial incorpora, cada vez más y más, calcos del inglés, el idioma de la potencia colonizadora que mantiene en un virtual bloqueo a Puerto Rico con respecto a su entorno latinoamericano. Ese bloqueo va acompañado de una fuerte dosis de transculturación. He dicho en entregas anteriores que en Puerto Rico, durante cuarenta y seis años, se intentó –sin éxito- forzar a nuestras escuelas a que todas las materias (excepto el español) se impartieran en inglés. Los responsables de este absurdo no lograron hacernos hablar inglés entonces, pero sí crearon las condiciones bajo las cuales el poco inglés que habláramos a diario lo usáramos a la fuerza.

Los transculturados con poder crearon además las condiciones para que a nuestro país se le bombardeara muchísimo contenido mediático en inglés, y para que interaccionáramos con actores geopolíticos y económicos que rehusaban –y rehúsan- hablar en español. Por mencionar un ejemplo, no es raro que, en alguna junta multitudinaria de empleados en alguna corporación con sucursales en Puerto Rico, donde solamente uno que otro ejecutivo de alto nivel no habla español (¡así esta persona viva entre puertorriqueños!), todos los demás participantes se vean obligados a escuchar y a hablar exclusivamente en inglés. No menciono a los empleados que, hasta para enviarse memos personales entre sí, desean escribir todo en inglés por puro uso y costumbre. Ya esos tienen un severo enredo de espíritu, pero así es la mentalidad del colonizado.

Hay otros factores envueltos. Nuestro sistema educativo es notorio por no persuadir a sus alumnos a que enriquezcan su vocabulario voluntariamente, por lo que el boricua promedio rara vez usa más de 600 palabras distintas en su español diario. La pobreza en el lenguaje usualmente va seguida de deficiencias gramaticales, difíciles de subsanar. Por otro lado, hoy día más puertorriqueños viven fuera de Puerto Rico que dentro, y la enorme mayoría de ellos viven en Estados Unidos. Inmersos en otro idioma, algo se les ha tenido que pegar a estos compatriotas. Sus reuniones familiares con quienes dejaron atrás se vuelven un ejercicio en creatividad lingüística.

Como resultado, buena parte de nosotros hablamos ocasionalmente en (e)spanglish, una mezcla de español e inglés que fue, precisamente, bautizada por un filólogo puertorriqueño: Salvador Tió.  Dependiendo de a quién usted le pregunta, el (e)spanglish cubre una gama de mutaciones que van desde los préstamos lingüísticos ocasionales hasta el uso desvergonzado de la estructura gramatical del inglés usando palabras en español. A Tió se le acredita describirnos a nosotros los puertorriqueños con  una frase genial: gente que “habla dos medias lenguas que, juntas, no llegan a una.” En lugares como el municipio más acaudalado de nuestro país, Guaynabo (cuyo imbécil alcalde ahora pretende apellidar con la palabra “City”, como si tal cosa volviera a todos sus habitantes más estadounidenses que el “apple pie”), hay docenas de residentes que incluso rehúsan hablar en español, siempre que tienen la oportunidad. Usted los puede ver hablándoles a sus hijos en inglés en lugares públicos, para luego hablar con sus interlocutores en español (y a veces con cierto grado de disgusto clasista).

El resultado colectivo de esto es un país al que, cuando se le confronta con el español hablado en otros lugares, tiende a pasar trabajo entendiendo a quienes comparten su idioma. Me acuerdo como hoy cuando tres compañeros de estudios, oriundos del Perú, me acompañaron a un restaurante de comida rápida en mi ciudad natal de Mayagüez, y yo tuve que servirles de traductor ante la cajera. Una hamburguesa y una gaseosa, así nombradas, son comida de alienígenas ante los oídos de cualquier dependiente de estas tiendas multinacionales. Palabras de uso común como: tocino, desguace, estacionamiento, entonces, o impresora, tienden a provocar miradas absortas del boricua que las escucha, si luego no vienen acompañadas de su traducción: bacon, junker, parking, so o printer. Los textos redactados en el español de otros lugares dejan anonadados a nuestros estudiantes.

Peor aún es cuando gente más allá de nuestro archipiélago desconoce –por ignorancia unas veces, por malicia otras- que el 80% de los boricuas tiene problemas con su fluidez en el inglés. Es de esperarse; el inglés no es nuestra lengua común, jamás lo ha sido. Sin embargo, cuando algunas personas en otros países escuchan canciones de Calle 13 o Sie7e, tienden a asumir que sus coros, con una fuerte dosis de spanglish, son nuestro lenguaje diario. Hasta cierto punto tienen razón. Lo que me perturba es que entonces piensen en nuestros compatriotas como los responsables indirectos de una transculturación similar en sus países, cuando los mismos factores que incidieron en la nuestra (migración circular, exposición a fuerzas económicas y políticas extranjeras, exposición a medios de comunicación de otros lugares) quizá sean factores en la suya  propia, de forma creciente.

La prevención del spanglish no es tarea de una sola entidad. Los medios de comunicación tienen bastante peso en recalcar la corrección del idioma español –idealmente libre de spanglish– ante su audiencia. Igual responsabilidad tienen las agencias de publicidad. Los sistemas educativos de nuestros países llevan buena parte de la carga en identificar y corregir la insidia del idioma defectuoso. La clase política de cada país debe reconocer la importancia del vernáculo como aglutinador de la nacionalidad –sea el idioma que sea,- y defenderla; en nuestros países multinacionales y multiculturales otras lenguas nativas merecen igual grado de atención y protección. Sin embargo, en Puerto Rico, donde apenas cien mil personas de una población de 3,7 millones hablan inglés a diario, elevar al inglés al rango de idioma oficial es meramente una conveniencia a la hora de comerciar con los del Norte, cargada de ribetes políticos hegemonistas. No esperemos que quienes defiendan tal atrocidad levanten objeciones al spanglish. Mucho menos esperemos que la demonización de parte de los académicos de la Lengua al resto de la población les gane adeptos, a la hora de corregir el mal uso del español entre nosotros.

El hablar en spanglish es un problema, no tengamos duda de ello, pero no se trata de un problema peor que pensar en spanglish. Solamente se pueden detener ambas cosas con educación –pero solamente si esa educación es lo suficientemente ágil y persuasiva como para desaprender los malos hábitos, tanto en el uso del idioma, como la visión que tenemos de nosotros mismos como latinoamericanos hispanohablantes. En el caso de los puertorriqueños y nuestro español, esta educación anda coja. Mi deseo es que, en cada país donde me puedan leer y entender, quienes lo hagan dejen de apuntar con el dedo a mis compatriotas y entiendan por lo que hemos pasado como país, antes de considerarnos victimarios de la lengua castellana. A lo mejor, de nuestra experiencia de 520 años de resistencia cultural podamos todos aprender lo suficiente como para seguir hablándonos, comunicándonos y entendiéndonos en español con el resto de Nuestramérica. Hacerlo, bajo las circunstancias que vivimos en Puerto Rico, no deja de ser una proeza.