Agresión Pasiva


“¿No crees que si yo estuviera mal, yo mismo lo sabría?”
Sheldon Cooper, físico ficcional estadounidense

El inimitable (e insufrible) Sheldon Cooper
El inimitable (e insufrible) Sheldon Cooper

Nuestro mundo ha sido violento desde sus inicios. Las civilizaciones han sido formadas bajo   circunstancias mayormente sangrientas. A veces, en tiempos modernos, nos llevamos la impresión que los tiempos que nos antecedieron eran más tranquilos, pero en términos generales el mundo de antes  era más violento que el de hoy día. Es cierto que nuestra tendencia como seres humanos es procurar la paz. Nuestro entramado social busca, generalmente, que todos nos llevemos bien. Sin embargo, hay una fuerza poderosísima que ha sido una constante de nuestra historia durante milenios, y que, al menos en mi opinión, ha sido tan poderosa como los ejércitos más violentos del mundo: la agresión pasiva.

Una definición de la agresión pasiva la describe como “la expresión indirecta de la hostilidad a través de la dilación, el humor hostil, la terquedad, el resentimiento, o la repetida omisión deliberada para realizar las tareas requeridas para las que uno es responsable.” Personalmente creo que no se usa solamente para evitar tareas. La agresión pasiva es tan vieja como el mundo mismo. La agresión pasiva es parte de nuestra vida diaria, de nuestra realidad cotidiana. Es una de las fuerzas que mueve al mundo. Quizá sea responsable de muchas de esas guerras, batallas y agresiones de las que hacía referencia al principio… sólo que no lo queremos reconocer.

Ejemplos de agresión pasiva vemos por montones, todos los días. Está el caso de la madre que aprovecha la visita de terceros en una reunión familiar para comentar, en presencia de sus hijos, el poco caso que ellos le hacen al pedirles que realicen sus tareas en la casa. Está el caso del mendigo que, cuando por alguna razón uno no le dona dinero (y la razón puede ser válida, como el uno mismo no tener dinero) bendice y desea un día bonito al que le rechaza la petición. Está el caso del maestro de violín que, para asegurarse que una actividad que planifica esté concurrida y financiada, alega que los costos de organizarla son tantos que le llevarán a la quiebra inevitable, a menos que la familia de cada uno de sus estudiantes no aporte equis cantidad –de la cual, ah, miren qué cosa, él ya aportó una décima parte de su propio bolsillo. Y así podemos mencionar miles.

Todos somos capaces de agresión pasiva, porque las conductas que las definen son también parte de nuestros mecanismos para sobrevivir. Los boricuas aprendimos, a través de un ilustre tango de Enrique Santos Discépolo, que “el que no llora no mama,” y con el tiempo, el niño pequeño aprende a que ese lloriqueo logra maravillas de parte de sus padres. El niño aprende luego a llorar a voluntad, así el llanto sea injustificado, y lo usa con frecuencia durante su crecimiento emocional. Desde luego, llega el momento en que hay que destetar al que llora, así tenga 36 años, viva todavía con sus padres, tenga dos hijos que mantener, y su trabajo sea huevear… si es que trabaja.

Los psicólogos nos dicen que cuando el ser humano persiste en sus conductas defensivas infantiles, y las trasmuta a situaciones sociales a medida que crece, su actitud se convierte en una afirmación del ser. Lo que no nos dicen ellos es que esa afirmación puede convertirse en arma con muy poco esfuerzo. Por ejemplo, a la hora de la cena familiar, cuando un niño de dos años no se come sus guisantes majados, quizá sus padres estén dispuestos a tolerar la perreta con una sonrisa forzada una o dos veces. Luego de varias cenas subsiguientes, donde el chico usa sus guisantes de proyectil y pinta a sus padres de verde, los padres optan por: castigarle hasta que se los coma, disfrazar los guisantes con queso fundido o papas majadas, engañar al chico diciéndole que no son guisantes (cosa que no dura mucho), o negociar la ingesta condicionada (guisantes ahora, gelato después).

Cuando el mismo niño llega a los trece años y no se come los guisantes, se trata de una afirmación de libertad individual… Cuando el niño llega a los 20 años y todavía no se los come, se llama de un caso de Trastorno Evitativo de Ingesta de Alimentos, una condición clínica documentada en el DSM-V, el Mataburros de los profesionales de la conducta. (Búsquenlo, está allí) O se trata de un hábito de comportamiento… un estilo de vida…

La agresión pasiva existe porque varias otras conductas humanas la facultan. La primera conducta a la que apela la agresión pasiva es a la culpa. Casi siempre la agresión pasiva se utiliza para provocar el sentimiento de culpa de quien la recibe. Es, por ende, un componente indispensable del éxito de la religión. Quien no sigue los mandamientos de su fe –y mientras no intervengan fuentes externas de coacción, como la fuerza física, o la intervención de patriarca, ministro, o santo ejército- probablemente se siente conminado a portarse bien por miedo a terminar quemado en las Pailas del Infierno en la vida postrera. Por ende, quien use la religión como excusa para un acto de agresión pasiva casi siempre logra el éxito… como en el ejemplo que mencionamos sobre el mendigo. Si no le donan dinero ahora, quizá para la próxima. Igual pasará con quien no done un diezmo en la iglesia, o quien opte por no seguir los preceptos de su fe entre sermones.

Eso nos lleva a una segunda circunstancia que faculta la agresión pasiva: el poder. Casi siempre el que coacciona, o ejerce el poder, o está reaccionando (y a veces rebelándose) contra ese poder. Un ejemplo clásico de alguien que ejerce el poder mediante agresión pasiva es el sujeto ficticio de la foto que acompaña a este artículo: el personaje de Sheldon Cooper, de la serie de televisión “Big Bang Theory.” Para quien no conoce la serie, Sheldon (interpretado magistralmente por el actor texano Jim Parsons) es un doctor en física con una mente superdotada y cero destrezas interpersonales agradables. Sheldon, en palabras finas, es irritante. Alude a referencias científicas y cultura popular para describir todo el mundo que le rodea. Analiza desde un punto de vista estrictamente científico –y sin ninguna latitud para sentimientos o empatía- todo lo que hacen los demás seres humanos con él, o viceversa. Ha inventado todo un sistema de reglas bizantinas para interactuar con la gente… y la gente, en shock, tiende a plegarse a todos sus deseos. Desde evitar que se sienten en su sofá, hasta manipular la vida de todos los que le rodean en torno a él, sus hábitos y sus costumbres, Sheldon es la agresión pasiva hecha astrofísico. Nadie le soporta… pero todos hacen lo que él quiere.

En mi país, Puerto Rico, una forma en la cual mucha gente reacciona a la virtual quiebra actual del país (setenta y tres mil millones de dólares de deuda pública en un país de 3,5 millones de habitantes) es evadir la paga de multas e impuestos. Quien comete una infracción de tránsito, por ejemplo, seguramente evite pagarla hasta que no queda más remedio que pagarla, al momento de renovar el carnet de conductor. Es una forma sencilla de levantarle el digitus impudicus al gobierno, así cueste luego recargos y penalidades. Lo que usualmente pasa es que el gobierno, en su desesperación, borra esas penalidades durante las  amnistías. Así que la agresión pasiva funciona muchas veces en nuestras propias interacciones con el gobierno. No llegamos al extremo de Sheldon, ¡pero lo estamos tratando!

La tercera circunstancia que faculta la agresión pasiva es el estrés. Alguien definió el estrés como: “el efecto físico que causa el reprimir el deseo de torcerle el pescuezo a alguien que se lo merece”. El estrés ocurre porque uno no quiere llegar a la violencia cruda –y hay circunstancias donde la violencia es impensable. Por ejemplo, en el trabajo, la agresión pasiva entre jefes y empleados es constante. Los empleadores tienen las cartas a la mano: la evaluación desfavorable, la carta de despido, el sentar al empleado a leer el periódico en una esquina. El empleado, por su parte, tiene la voz cantante a la hora de entregar trabajo a tiempo, con el consecuente impacto financiero. Por tanto, unos y otros tienden a agredirse pasivamente muy a menudo. Sin embargo, todo funciona mientras exista el estrés. Una forma de liberar el estrés es mandando a la mismísima mierda al jefe… cosa que solamente funciona cuando el empleado se ha sacado la Loto. De lo contrario, la agresión activa es algo limitante para la carrera de cualquiera.

La agresión pasiva indispone a seres humanos entre sí, porque a veces los vuelve inconsistentes en sus principios. El caso típico es el de la madre que cuando su hija soltera tenía dieciséis años, le rogaba a gritos no enredarse con ningún sinvergüenza. Ahora de momento esa misma madre lamenta la falta de nietos cuando la susodicha llega a los treinta. (A menudo. Muy a menudo). En otro ejemplo, la madre que quizá era superestricta con su hija cuando la criaba de momento es extremadamente leniente con el comportamiento de los nietos. Aparte de que, como decía una exnovia que tuve, los nietos “tienen garantía de devolución” al final del día, la abuela se permite corregir los errores de la crianza de sus hijos con sus nietecitos. Usualmente eso conlleva como consecuencia la agresión pasiva de la hija: mi madre no me deja criar a mis propios hijos, por ende, tengo que neutralizar el efecto de su intervención cuando ella mete la cuchara, desde cuando le sirve gaseosas y dulces a los nietos cuando se les niegan en nuestra propia casa, a exponerlos a la misma crudeza con la que me criaron a mí misma. Uff…

En las relaciones de pareja, la agresión pasiva funciona cuando una de las dos partes siente que la otra tiene la mayor parte del control sobre la relación, o cuando por la razón que sea ambos no se conocen todavía muy bien. El silencio dosificado, el manejo creativo del balance de la cuenta de banco, o la determinación sobre la posibilidad del acto sexual de esa noche son las fichas de canje entre ambos. Requiere una apertura de cuerpo y alma de parte de ambos, en todos los aspectos de su vida individual y mutua, si quieren subsanar sus diferencias. De lo contrario, la agresión pasiva es bastante más fácil de ejercer. Si hay terceros de por medio –como los hijos entre algunas parejas de divorciados que ni se soportan ni se pierden oportunidad de agredirse de forma pasiva mediante la forma de criar a sus hijos- ocurre más fácilmente aún. Triste que sea el caso, pero así pasa.

Ahora, la agresión pasiva como determinante de la felicidad de un colectivo de gente –ya sea de naciones enteras, o incluso de la suerte de dos o más naciones en conflicto- es un elemento que agota a quienquiera que lo analice. Esto ocurre en dos vertientes distintas: la agresión pasiva del pueblo para con el individuo asertivo que sobresale de entre los demás, y la agresión pasiva para con quien ejerce su poder de forma desagradable sobre el colectivo.

Culturalmente, la escasez de recursos en una nación crea gente asertiva. La asertividad, a su vez, es a veces la mecha para lograr cambios drásticos entre un grupo de personas, puesto que al ser humano no le gusta meterse en líos si alguien está dispuesto a meterse en líos por él o ella. En culturas colectivistas, la asertividad de los individuos tiende a ser amortiguada, o a veces reprimida, por la propia cultura, porque el colectivo resiente al que sobresalga mucho. Este tipo de cultura difícilmente produce líderes efectivos, a menos que el líder, como decimos en Puertorro, “tenga el cuero bastante duro” (una inteligencia emocional bastante robusta), o tenga dotes fuera de serie en otros renglones de su personalidad. Quien haya vivido en familias grandes sabe a qué me refiero: entre grupos grandes de hermanos siempre sobresale uno como el líder. Los demás hermanos compiten, si no por la atención de los padres, por el afecto y atención de ese hermano líder. Las fricciones resultantes, muchas veces, toman la forma de agresión pasiva entre ellos.

El confort es el enemigo de cualquier revolución. Por tanto, una forma que tienen algunos de apaciguar a un pueblo es dosificándole confort. Los políticos son exitosos cuando el pueblo tiene memoria corta y está dispuesto a negociar su voto –el mecanismo que tiene el político para obtener y mantener su poder- a cambio de una dosis de confort: el empleo público, la pavimentación de la calle enfrente de la casa, la creación de circunstancias personales favorables. Esa concesión de confort por parte del político, seamos claros, es un acto de agresión pasiva. Es raro encontrarse al político que trascienda este ejercicio y desee, genuinamente, la mejora sustancial de la sociedad a la que le sirve… a riesgo de sonar cínico, creo que nueve de cada diez veces el político procurará salvarse él mismo primero.

Por otro lado, la asertividad de algunos individuos del colectivo social es reprimida muchas veces con mano dura, por parte del gobierno… por lo que entonces la agresión pasiva se vuelve un elemento cultural definitorio de la vida del país. A veces la agresión pasiva es el instrumento que tienen bufones de corte, primeros ministros y cortesanas, para volverse poderosísimos, sobre todo ejerciendo su sombra sobre gobernantes débiles. Diana de Poitiers, Lola Montez, el Cardenal Richelieu, Salomé,

En el caso de mi país, Puerto Rico, que nunca ha sido país independiente, la agresión pasiva contra las dos naciones metropolitanas (España primero, Estados Unidos después) era muy a menudo reprimida con censura política, procesos judiciales y abusos administrativos, por lo cual el método de agresión pasiva preferido del puertorriqueño era –y es- la reafirmación de su cultura. Nuestro método más común de hacerlo es en manifestaciones culturales como la música y el baile; en otras ocasiones la burla solapada al intruso (los chistes burlones sobre españoles, la referencia al pusilánime y seco “Mister Ñémerson” estadounidense) es la norma. En otros países de Nuestramérica, seguramente, mis lectores percibirán lo mismo, sobre todo cuando se trata de nuestro común sentido del humor.

Una más reciente adición a nuestro repertorio boricua de agresión pasiva es la hipernacionalidad (o como le llamamos algunos, quizá más despectivamente, el patrioterismo) que desplegamos usualmente durante eventos deportivos y concursos de Miss Universe. El mismo colectivo que elogia al boxeador capaz de recibir castigo a puñetazos o a la chica cuyo fenotipo despierta admiración del jurado –a lo mejor azuzados por los intereses económicos de Donald Trump o las malas crianzas de los misiólogos) evita tan siquiera reconocer las virtudes y defectos de sí misma como Nación, cuando se le observa y critica como un todo. El ejercicio de exagerar la Nación hasta el absurdo es algo que, como mencioné hace un rato, nos vuelve inconsistentes. Entre naciones latinoamericanas (como lo es Puerto Rico, por más que algunos mismos entre nosotros lo nieguen) probablemente haya quien critica a su país de forma catastrófica, como lo hacemos nosotros con el nuestro. Dudo, sin embargo, que sus países estén en ánimo de Fiestas Patrias el año entero… como pretendemos hacerlo en Puerto Rico durante estos pocos eventos.

Finalmente, la agresión pasiva se da entre países. La Guerra Fría entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, entre 1945 y 1989, fue un marco conceptual para inundar al mundo entero con muestras de agresión pasiva. Las guerras de propaganda entre países, la carrera armamentista nuclear, y los programas espaciales de ambos países, fueron solamente unas pocas muestras de esa agresión. Si bien la Operación Cóndor desestabilizó 23 de 26 gobiernos latinoamericanos durante varias décadas de esa guerra fría, muchas de las idioteces cometidas a nombre de los sistemas políticos de ambos bandos fueron, realmente, actos a veces ridículos de agresión pasiva en medio de la represión, la violencia de aquellos años. Muchos de esos actos absurdos fueron perpetrados por militares y apologistas de esos regímenes: prohibir determinados colores en el arte popular. Prohibir la obra de artistas en específico, o de estilos conceptuales de arte, música o poesía. Utilizar eufemismos a la hora de bautizar efemérides. Erigir monumentos a los tiranos –el caso más absurdo fue el de Rafael Leonidas Trujillo, dictador de la República Dominicana de 1930 a 1961, que se erigió a sí mismo 1.936 estatuas. Reinventar la historia –como ocurrió cuando algunos en Chile dejaron de llamarle Libertador a Bernardo O’Higgins y le endilgaron el título a Augusto Pinochet. E idioteces por el estilo.

En momentos en que notamos una oleada nueva de desestabilización colectiva de algunos de nuestros gobiernos (una Operación Cóndor 2.0, a mi juicio), cabe hacer mención de estos eventos, con tal de que no olvidemos que, en manos de torpes y de desesperados, la agresión pasiva puede lograr desenfocar a un continente entero. Y, como he sugerido acá, tengamos en cuenta que la agresión pasiva es algo que cualquiera puede ejercer, porque tiene orígenes en lo más primitivo de nuestra psiquis. La puede ejercer cualquiera, con suficiente habilidad y paciencia.

La respuesta a la agresión pasiva no debe ser el aguante –aguantar, por no decir soportar- lo puede hacer también cualquiera. Aguantar a alguien hiperasertivo no es digno de celebrar, así como no es más patriota el boxeador boricua que aguante más castigo encima de un ring. Se trata de saber dar una respuesta al que agrede: respetuosa, pero firme, contundente, sin llegar a la violencia (a menos que no quede otra alternativa). Incluso antes de eso, sin embargo, hay que reconocer la agresión pasiva como lo que es: una fuerza tan potente como los cañones y las balas. Porque quien horada voluntades, horada además firmeza de carácter, y es capaz de lograr de nosotros lo que se le antoje.